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27 oct 2009

Era un soñador. Eso lo digo yo, nadie más (hasta donde yo sé); ¿pero que más podría decirse de él? Porque es lo único que puede decirse de alguien que tiene sueños. O tal vez tenía dichos sueños por su previo caracter de soñador. ¿Quién sabe?

Pero todo sueño tiene su ocaso. Todo sueño llega a su fin. Ese fin es el despertar. Despertar y abandonar la vida de ensueño para pararse ante la realidad, y una realidad que amanece con mal aliento y muy despeinada.

Así se despertó esa mañana. Entre bostezos y gruñidos cruzó la maleza insipiente de la ciudad. Ya estaba harto, ya no quería despertar. Solamente soñar. Sueños eternos supongo. Pues si no despierta más, el sueño no termina más... y lo que no termina más debe de ser infinito, ¿cierto?

Entre todo eso, pensamientos abrumantes y dolor del alma, vio un pajarito color esmeralda cruzar de una  rama de un árbol a otra. Era bello, sublime. Tal vez lo imaginó, lo soñó.

Lo cierto es que quiso ser como ese pajarito, por un día, por un segundo, por un momento, aunque hasta allí se redujera su existencia. Quiso sentir libertad, sin presión. Ser hijo de Dios y surcar los cielos sin prejuicios. Vivir como él quiera, sin importarle nada más.

No se percató en ese momento, que una vez más, soñaba despierto. Y soñar despierto es arriesgado. Es arriesgado porque uno lleva su más preciado tesoro, su reino, su dominio sagrado a terrenos peligrosos.
Lo que pasó fue que sin casi notarlo, se sintió tan pero tan atraído por la magistral noción de la libertad que poseía ese pajarito, que instintivamente subió a su propio árbol.

Un árbol no muy grande para su bosque, de unos 20 pisos de altura, con decenas de pajaritos en cada una de sus ramas de concreto. Trepó por ese árbol como ardilla, aunque bien sabía que él DEBÍA ser un pájaro.

Estaba cansado de vivir en el suelo, donde los sueños no se alcanzaban. Ya estaba convencido: los sueños son como gases que flotan en el aire. Por eso Dios, en su reino de los cielos, debe ser un sueño, la vida de ensueños.

La cuestión es que siguió soñando, y subiendo. Subiendo y soñando. Cada vez que subía un piso, o una de las ramas debería decir, se sentía más aliviado. Sabía que era un paso más... hacia el infinito.

Iba evolucionando, iba sintiendo a flor de piel las plumas que le darían sentido a su vida, las plumas que le brindaban lo que necesitaba, y antes no tenía. Alas serían, poder, fe y valentía.

Y finalmente llegó. Estaba en la copa del árbol, en la punta del mismo, sentía la brisa sobre su cara, veía el azul color del cielo que debía de ser el color sagrado.

Ya estaba allí, donde siempre quiso llegar, y donde la barrera del miedo le permitía llegar. Pero ya  no quedaba más qué temer. Ya había encontrado la paz interior, el canto del pájaro que lo serenara lo suficiente.

Tenía alas, las podía sentir. El viento lo empujaría a un lugar mejor... y aún así, si no encontrara lugar mejor donde reposar, su tierra ya nada tenía que ofrecer. Nada podía perder. Nadie podía detenerlo.

Aún así, en su suspiro final, miró hacia atrás, como quien busca una última razón para quedarse... pero sin más, partió.

Un breve viaje de ida y de nunca jamás volver. Con la brisa en la cara y con la paz siempre anhelada. Segundos para cruzar el último peaje. Para ser finalmente, por siempre, eternamente LIBRE.

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